Chernobyl. Imponente bajo el cielo gris y frío, la fenecida planta de energía atómica en esta población es una empresa viviente.
La explosión que cumplirá 25 años este mes, el peor accidente nuclear de la historia, fue apenas el inicio de una tarea que hoy impacta la vida de todo el país. Es un modelo o una advertencia de lo que le espera a Japón. La crisis en Fukushima será contenida en algún momento, pero ahí es cuando empieza un proyecto nacional para el cual no hay estrategia de salida.
Aunque las turbinas están quietas, y enormes grúas permanezcan inmóviles sobre dos reactores inconclusos como han estado por 25 años, demasiado radiactivas para ser trasladadas, éste no es un pueblo fantasma. El ferrocarril llega sobre vías recién colocadas, hay talleres activos por doquier y una nueva planta de energía, alimentada con gas, distribuye agua caliente a todo el complejo.
Unas 3,000 personas laboran en áreas descontaminadas, en la tarea de desmantelar la planta. Otras 4,000 trabajan en la seguridad de la zona de exclusión de 30 kilómetros (el radio de exclusión en Fukushima es de 19 kilómetros). Los empleados de la zona restringida se dedican a tareas hidráulicas y de prevención de incendios forestales, parte de la inagotable labor de contener la radiación.
Más allá de la zona de exclusión está la vasta estructura social de 130,000 evacuados, exempleados de la planta y sus familias, agricultores cuyas tierras están contaminadas pero son habitables y sobrevivientes que, aunque enfermos, tienen como única misión presionar al gobierno para recibir la ayuda que creen merecer.
“Espero que en Japón la gente reciba un mejor trato”, dice Yuri Andreyev, quien era el ingeniero en jefe en Chernobyl.
Aunque ambos casos son distintos, el tema es si Fukushima sabrá aprovechar la lección de Chernobyl. Aunque la contaminación en Japón parece ser menor, el grado de compromiso del gobierno tendrá que ser muy grande.